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dimarts, 3 de setembre del 2019

El PRIMER HOME, setembre 2019






Albert Camus, El primer home



Aquest article de Manuel Vicent, crec que ens dona una visió global de Albert Camus parla específicament del llibre El primer home que hem llegit. Molt recomanable i interessant.
article de Manel Vicent  (cliclar)

Lo imaginaba adolescente en los topes del tranvía bajando hacia las playas de Argel, dispuesto a pegarse un baño junto con otros muchachos árabes, todos hermanados por la misma luz, por la misma pobreza. Pegarse un baño, en el argot del francés de Argelia, es una expresión que incluye lo que ese acto tiene de combate al abrazarse al agua, dejando que sea el mar el que te azote. Aprendió la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel, entre barcas con pantoques color naranja, el adolescente Albert Camus y sus amigos árabes en cuyos cuerpos desnudos resbalaba el mismo sol mojado. La dicha aún tenía sentido: empezaba y terminaba en la piel.
También lo imaginaba sentado en la terraza de un café del bulevar de Argel en su época de estudiante de filosofía, siguiendo con los ojos a las muchachas vestidas con telas ligeras, de colores vivos, que pasaban por la acera, mientras saboreaba el primer anís, de cierto sabor canalla. Su padre, un jornalero agrícola de Mondovi, murió por Francia en la batalla del Marne, en la I Guerra Mundial. Albert Camus, que sólo contaba con un año de edad, fue recogido por uno de sus tíos, tonelero de profesión, guardián del propio silencio, como la madre, de origen menorquín, analfabeta, también de mucho sufrimiento y de pocas palabras. Todo lo que sabía de la felicidad lo había aprendido de los pobres bajo el sol en la playa, todo el conocimiento de la vida, más allá de los estudios del bachillerato con becas ganadas a pulso, lo había adquirido jugando al fútbol profesional. Pero en medio de esta lucha para hacerse adulto, se le presentó la enfermedad, un foco negro en el pulmón, como ese fondo oscuro que tiene siempre la luz blanca. El absurdo no era más que eso: una deslealtad del cuerpo frente al espíritu, una quiebra del espíritu contra la armonía de la naturaleza.





Aprendió la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel

A mis 18 años, un librero de Valencia me ofreció envuelto en un papel de estraza, por debajo del mostrador, clandestinamente, el libro de Camus de tapas rojas titulado Verano, impreso en Argentina, que leí en la hamaca bajo el sonido de las chicharras y el olor a pinaza abrasada por la canícula. En sus páginas descubrí que el Mediterráneo no era un mar, sino una pulsión espiritual, casi física, la misma que yo sentía sin darle nombre: el placer contra el destino aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ningún dios. Poco después vi una fotografía del escritor con una gabardina de trinchera, el cigarrillo entre los dedos, la mirada irónica y media sonrisa colgada de la comisura; era una imagen de los tiempos en que Camus reinaba en el café de Flore de París, amado por las mujeres, orlado todavía por su lucha en la Resistencia contra los nazis, donde había sido redactor jefe del periódico clandestino Combat y ahora, amigo de Sartre, sintetizaba todo el glamour intelectual de la rive gauche, donde el existencialismo era una moda que cantaba Juliette Greco con voz quemada por el Calvados. Lo primero que hice fue comprarme una camisa negra, una gabardina blanca, dejar los cigarrillos Lucky Strike y pasarme a los Gitanes sin filtro. En cuanto hube leído El extranjero y El mito de Sísifo me fui a la playa de la Malvarrosa en un tranvía, como los de Argel, y en el balneario de Las Arenas traté de poner en práctica el absurdo solar. Subía al último trampolín de la piscina como quien acarrea el propio cuerpo a la cima y desde allí me arrojaba al agua sin saber que ese acto era un castigo que te obligaba a ascender por dentro de ti mismo una y otra vez. Desde aquella altura, entre el resplandor de la arena que hería los ojos, comprendí que se podía acuchillar a otro cuerpo sólo impulsado por el fulgor del cuchillo, un fin sin finalidad, como si el absurdo fuera una forma de belleza filosófica.
Yo sabía con quién debía alinearme cuando Sartre y Camus escenificaron una abrupta ruptura, no sólo ideológica, sino también de su amistad, ante el mundo del pensamiento y de las letras por una concepción distinta del compromiso. Camus había tenido el valor de denunciar los campos de concentración de la Unión Soviética, y en medio de una feroz disputa los admiradores de Sartre rodearon a Camus de un cordón sanitario, que ni siquiera logró salvar con el premio Nobel. Sólo su muerte, acaecida en un accidente de automóvil el 4 de enero de 1960, lo devolvió a las páginas de los periódicos, pero enseguida su obra cayó de nuevo en el olvido. Después fueron los nuevos filósofos y otros bandos de torcaces neoliberales, que se pasaron del marxismo a la extrema derecha, los que trataron de interpretar aquel acto del hombre rebelde como una baza de su propia ideología. Pero Camus no era un ideólogo ni un moralista, sino un escritor profundamente moral que supo discernir a su debido tiempo que el compromiso debe ser con los que sufren la historia, no con los que la hacen, uno a uno, de forma personal, dondequiera que se encuentren.

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