Albert Camus, El primer home
Aquest article de Manuel Vicent, crec que ens dona una visió global de Albert Camus parla específicament del llibre El primer home que hem llegit. Molt recomanable i interessant.
article de Manel Vicent (cliclar)
Lo
imaginaba adolescente en los topes del tranvía bajando hacia las playas de
Argel, dispuesto a pegarse un baño junto con otros muchachos árabes, todos
hermanados por la misma luz, por la misma pobreza. Pegarse un baño, en el argot
del francés de Argelia, es una expresión que incluye lo que ese acto tiene de
combate al abrazarse al agua, dejando que sea el mar el que te azote. Aprendió
la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de
Argel, entre barcas con pantoques color naranja, el adolescente Albert Camus y
sus amigos árabes en cuyos cuerpos desnudos resbalaba el mismo sol mojado. La
dicha aún tenía sentido: empezaba y terminaba en la piel.
También lo imaginaba sentado en la terraza de un café del bulevar de Argel en
su época de estudiante de filosofía, siguiendo con los ojos a las muchachas
vestidas con telas ligeras, de colores vivos, que pasaban por la acera,
mientras saboreaba el primer anís, de cierto sabor canalla. Su padre, un
jornalero agrícola de Mondovi, murió por Francia en la batalla del Marne, en la
I Guerra Mundial. Albert Camus, que sólo contaba con un año de edad, fue
recogido por uno de sus tíos, tonelero de profesión, guardián del propio
silencio, como la madre, de origen menorquín, analfabeta, también de mucho
sufrimiento y de pocas palabras. Todo lo que sabía de la felicidad lo había
aprendido de los pobres bajo el sol en la playa, todo el conocimiento de la
vida, más allá de los estudios del bachillerato con becas ganadas a pulso, lo
había adquirido jugando al fútbol profesional. Pero en medio de esta lucha para
hacerse adulto, se le presentó la enfermedad, un foco negro en el pulmón, como
ese fondo oscuro que tiene siempre la luz blanca. El absurdo no era más que
eso: una deslealtad del cuerpo frente al espíritu, una quiebra del espíritu
contra la armonía de la naturaleza.
Aprendió
la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de
Argel
A mis
18 años, un librero de Valencia me ofreció envuelto en un papel de estraza, por
debajo del mostrador, clandestinamente, el libro de Camus de tapas rojas
titulado Verano, impreso en Argentina, que leí en la hamaca bajo el sonido
de las chicharras y el olor a pinaza abrasada por la canícula. En sus páginas
descubrí que el Mediterráneo no era un mar, sino una pulsión espiritual, casi
física, la misma que yo sentía sin darle nombre: el placer contra el destino
aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ningún dios. Poco después vi una
fotografía del escritor con una gabardina de trinchera, el cigarrillo entre los
dedos, la mirada irónica y media sonrisa colgada de la comisura; era una imagen
de los tiempos en que Camus reinaba en el café de Flore de París, amado por las
mujeres, orlado todavía por su lucha en la Resistencia contra los nazis, donde
había sido redactor jefe del periódico clandestino Combat y ahora, amigo de Sartre, sintetizaba todo el glamour intelectual de la rive gauche, donde
el existencialismo era una moda que cantaba Juliette Greco con voz quemada por
el Calvados. Lo primero que hice fue comprarme una camisa negra, una gabardina
blanca, dejar los cigarrillos Lucky Strike y pasarme a los Gitanes sin filtro.
En cuanto hube leído El extranjero y El mito de Sísifo me
fui a la playa de la Malvarrosa en un tranvía, como los de Argel, y en el
balneario de Las Arenas traté de poner en práctica el absurdo solar. Subía al
último trampolín de la piscina como quien acarrea el propio cuerpo a la cima y
desde allí me arrojaba al agua sin saber que ese acto era un castigo que te
obligaba a ascender por dentro de ti mismo una y otra vez. Desde aquella
altura, entre el resplandor de la arena que hería los ojos, comprendí que se
podía acuchillar a otro cuerpo sólo impulsado por el fulgor del cuchillo, un
fin sin finalidad, como si el absurdo fuera una forma de belleza filosófica.
Yo sabía con quién debía alinearme cuando Sartre y Camus escenificaron
una abrupta ruptura, no sólo ideológica, sino también de su amistad, ante el
mundo del pensamiento y de las letras por una concepción distinta del
compromiso. Camus había tenido el valor de denunciar los campos de
concentración de la Unión Soviética, y en medio de una feroz disputa los
admiradores de Sartre rodearon a Camus de un cordón sanitario, que ni siquiera
logró salvar con el premio Nobel. Sólo su muerte, acaecida en un accidente de
automóvil el 4 de enero de 1960, lo devolvió a las páginas de los periódicos,
pero enseguida su obra cayó de nuevo en el olvido. Después fueron los nuevos
filósofos y otros bandos de torcaces neoliberales, que se pasaron del marxismo
a la extrema derecha, los que trataron de interpretar aquel acto del hombre rebelde
como una baza de su propia ideología. Pero Camus no era un ideólogo ni un
moralista, sino un escritor profundamente moral que supo discernir a su debido
tiempo que el compromiso debe ser con los que sufren la historia, no con los
que la hacen, uno a uno, de forma personal, dondequiera que se encuentren.